Las tan verdes y tersas hojas se recolectaban cuidadosamente dentro de los valles de Casma; acompasados por el toque del arpa del señor Aurelio y bajo el constante sol de mayo, los nietos del don ayudaban en lo que podían, llevaban agua para Horacio, a veces la comida envuelta en telas, pero Amelia solo jugaba con los mangos que encontraba algos sucios y apolvorados, escondidos y tirados cerca a los tallos. La luz se iba y el sonido se dormía junto a Aurelio y su sombrero, parecía que iba a desbancarse con instrumento y todo, pero el arpa lo sostenía. Horacio ya no estaba, solo su cuñado y los niños, las bolsas casi reventando enmarcaban la puerta de la casa, mientras Amelia veía como su padre llevaba una última a lo lejos, papá tengo uno, doce, tatro, seis y sete verdes, gritaba a lo lejos mientras levantaba su mano mostrando sus dedos que hacía cuatro. Pa su Amelita, sete mangos, ven hijita, a cenar, dijo Hilario y entró a la casa, prendió la radio mientras la tata picaba las cebollas con un cuchillo casi oblicuo por tantas afiladas, sentada en un pedazo de tronco negro y de antaño. Fuera mierda, perro sajra, gritó la abuela. Fuera carajo, también exclamó el Mardonio, zapateando el piso con su chancabuque ocre y mirando con odio al perro que estaba curioseando con una pata tras la puerta. Carajo, mierda, no hay radio o falta pilas, vociferaba. ¿Ah?, ¿imata ruanqui?, dijo la tata, que ahora pelaba las papas bien rápido con sus uñas largas. No agarra, carajo, se habrá malogrado pues, movía la antena, que se estiraba dos metros, trataba de apuntar a la ventana que tenía detrás, agarrando la radio con la izquierda y casi la punta de esta con la derecha. Tras el vidrio, notó la oscuridad tan negra que no veía la silueta de sus palmos, solo medio sombrero del don que seguía seco tras la pared. Y sintió miedo. El perro gritó un solo y fugaz ladrido, como un chancho explotando, se escuchaba que quería llorar pero el aire se le escapaba antes de llegar al hocico, sonaba a una flema constante y atragantada. Horacio solo veía negro, quería salir corriendo pero le temblaba el mentón, la quijada, le dolían los dientes y su lengua quería tragarse, sus rodillas no respondían, se había pegado al suelo. Mardonio, carajo, qué pasa, la puta madre, pensaba. Y en su miedo, ya olvidando al perro por cobarde, se preguntó, ¿y los niños?, recordó, se lamentó, los vio nacer entre la sangre y piernas de Camelia, los vio abrazados y calientes, mamando los senos de Camelia, los vio de espaldas, muy arropados, con gorros rosados tejidos por la tata, sobre el barro negro del cementerio general de Casma, dejando flores y colgando un collar de hojas sobre Camelia, los vio esta mañana recogiendo mangos, y sintió miedo y pena.